Como el poder
es un fenómeno específicamente humano, el sentido que se le dé,
pertenece a su propia esencia.
Con esto no queremos decir tan sólo que el proceso
del ejercicio del poder está dotado de sentido. También el mismo efecto natural
posee sentido. Nada hay en el que no lo
tenga. En primer lugar, posee el sentido
más elemental, el de la causalidad, según el cual ningún efecto se produce sin una causa eficiente y el de la finalidad, según el cual todo
elemento de la realidad está inserto en la relación parte-todo. A ello hay que
agregar el sentido propio de las especiales formas estructurales y funcionales,
tal como se encuentran en las conexiones físicas,
químicas, biológicas, etc.
Pero queremos decir más aun, a saber: que la iniciativa que ejerce el poder
le dota a este de sentido.
El poder es algo de que se
puede disponer. No está ya de antemano, como la energía de la naturaleza, en una relación necesaria de
causa a efecto, sino que es introducido en tal relación por el
que obra. Así, por ejemplo, los
efectos de la energía solar se transforman en la planta,
necesariamente, en unos determinados efectos
biológicos: crecimiento, color, asimilación, movimiento, etc. En cambio,
las fuerzas cuyo empleo produce una herramienta deben ser dirigidas por el obrero hacia ese fin. Están a su disposición, y él, mediante sus conocimientos, sus planes y sus manipulaciones, las dirige hacia el fin que se ha propuesto.
Esto significa, por otro lado, que las energías dadas como naturales pueden ser usadas a
discreción por el espíritu que las maneja. Este puede emplearlas para el fin que se
propone, sin que importe el que éste sea constructivo o destructor, noble o vil, bueno o malo.
No existe, pues, poder
alguno que tenga ya de antemano un sentido o un valor. El poder sólo se define cuando el hombre cobra conciencia de él, decide sobre él, lo transforma en una acción,
todo lo cual significa que debe ser responsable de tal poder.
No existe
ningún poder del que no haya que responder. De la energía de la
naturaleza nadie es responsable; o mejor dicho, tal energía
no actúa en el
ámbito de la responsabilidad, sino en el de la necesidad natural. Pero no existe un poder humano del que nadie sea responsable.
El efecto del poder es siempre una acción o, al menos, un dejar hacer, hallándose, en cuanto tal bajo la responsabilidad de una
instancia humana, de una
persona. Esto ocurre así aun en el caso de que el hombre que ejerce el poder
no quiera la responsabilidad.
Más aún, eso ocurre aunque las cosas humanas estén en tal desorden o en tal falso orden que no resulte posible
nombrar a ningún
responsable. Cuando esto último sucede, cuando a
la pregunta “¡Quién ha hecho esto!”, no responden ya ni un “yo”
ni un “nosotros”, es decir, ni una persona ni una colectividad, el
ejercicio del poder parece convertirse en un efecto de la naturaleza. Se tiene la
impresión de que esto ocurre cada vez
más frecuentemente, pues en el decurso de la evolución histórica del ejercicio del poder se
hace de día en día más anónimo. La progresiva estatificación de los acontecimientos sociales, económicos y técnicos, así como las teorías materialistas que interpretan la historia
como un proceso necesario, significan,
desde nuestra perspectiva, el ensayo de suprimir el carácter
de la responsabilidad, y de desligar
el poder de la persona,
convirtiendo su ejercicio en un fenómeno natural. En realidad, el carácter esencial del poder, en cuanto
es una energía de la que responde una persona, no queda suprimido, sino sólo
pervertido. Este estado se convierte en una culpa y produce efectos
destructores.
Por sí mismo el poder no es ni
bueno ni malo; sólo adquiere sentido por la decisión de quien lo usa. Más
aun, por sí mismo no es ni constructivo ni destructor, sino sólo una posibilidad para cualquier cosa, pues
es regido esencialmente por la
libertad. Cuando no es esta la que
le da un destino, es decir, cuando el hombre no quiere algo, entonces no ocurre
absolutamente nada, o surge una
mezcla de hábitos, impulsos inconexos,
instigaciones ocasionales, es decir, aparece el caos.
El poder significa, en consecuencia, tanto la posibilidad de
realizar cosas buenas y positivas como el peligro de producir efectos malos y
destructores. Este peligro crece al aumentar el poder; este es el hecho que,
en parte de un modo súbito y aterrador, se ha introducido en la conciencia de
nosotros, los hombres de hoy. De aquí puede surgir también el peligro de que
sobre el poder disponga una voluntad dotada de
una orientación moral falsa, o que acaso no obedezca ya a ninguna obligación moral. E
incluso puede ocurrir que, detrás del poder,
no este ya una voluntad a la
que puede apelarse, una persona que responda, sino una mera organización
anónima, en la cual cada uno sea
conducido y vigilado por instancias próximas, encontrándose así aparentemente
dispensado de toda responsabilidad. Esta forma del peligro que el poder representa se vuelve especialmente amenazadora cuando, como hoy ocurre, se va haciendo
cada vez más débil el sentimiento que inspiran la persona, su dignidad
y su responsabilidad, los valores
personales de la libertad, del honor, del carácter originario de su obrar y existir.
Romano Guardini. El poder (1957) Ediciones Cristiandad, 1977
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